Hay una evento mencionado frecuentemente en el mundo
cristiano, pero que pocos comprenden completamente: Pentecostés.
El nombre de
Pentecostés generalmente se asocia (y de ahí es que se toma generalmente como
nombre para tantas cosas) con los acontecimientos narrados en el libro de
Hechos de los Apóstoles; sin embargo tanto la palabra como la celebración, ya
existían mucho tiempo antes.
Paca conocer
bien los orígenes de Pentecostés, hay que regresar hasta cuando Dios libró al
pueblo de Israel de la mano de Egipto. En el capítulo 34 de Éxodo, Dios
comunica a Moisés las fiestas que anualmente han de ser celebradas, entre ellas
menciona la fiesta “De las siete semanas”.
Esta fiesta se
debía celebrar 50 días (siete semanas) después de la pascua, de ahí deriva su
nombre, ya que viene del término griego πεντηκοστή
(pentekosté), es decir “quincuagésimo” (50°). Aunque tenía una gran
relación con la agricultura, muy semejante a la de pueblos aledaños, dicha fiesta
estaba impregnada de gratitud y libertad.
Esta
celebración perduró en el pueblo judío durante varios siglos aunque con altas y
bajas. Durante la época de los reyes, junto con la pascua y otras fiestas, esta
celebración disminuyó considerablemente; y aún más durante el cautiverio en
Babilonia, sin embargo, al regreso, el pueblo supo retomarla, y a fechas de
Cristo esta fiesta aún era celebrada.
Regresando a la
narración popular de Hechos 2; justo en el día de Pentecostés se encontraban
los apóstoles en el momento que descendió el Espíritu Santo sobre ellos y
comenzaron a hablar en lenguas.
Este evento
especial (anunciado por Jesús desde antes de su ascenso), da inicio a la misión
evangelística de los apóstoles, y el comienzo de una nueva generación. A partir
de ese momento, ya no necesitaríamos estar en comunión física a lado de Jesús,
o en un templo específico, ya que el Espíritu Santo acompaña a quienes lo han
recibido.
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